martes, 29 de abril de 2014

64.

La calle sesenta y cuatro de la ciudad de Mérida, en Yucatán, partía de las rústicas entrañas de la colonia Delio Moreno Cantón, para ser más exacto comenzaba entre sus calles pavimentadas de polvo y techos con ropa tendida en cuerdas para secarse con los soplidos cálidos del sur, continuaba entre tiendas de abarrotes, expendios de cerveza, iba alargándose entre vida popular y entonces daba una estocada mortal al corazón de la ciudad, la calle sesenta y cuatro (después de casi dos kilómetros de prolongado avance) se convertía en una calle famosa de la ciudad de Mérida, todo esto por haber sido durante sus épocas de gloria, una calle donde las mejores familias de hacendados o henequeneros tenían sus casonas, pero por supuesto que el tiempo había hecho de las suyas al paso de los años, el olvido había roto lo que alguna vez fue una elegancia y exclusividad de las élites de la península, por lo que ahora la calle sesenta y cuatro no era más que una ruta de fácil acceso al centro para los trasportes urbanos y automóviles, las casonas que solían albergar gente importante tenían ahora letreros de "Se vende" o bien podían ser cocinas económicas donde la orden de comida del día se despachaba a treinta pesos e incluía arroz, frijoles y tortillas, o también las más grandes resultaron escuelas primarias populares, puta mierda; incluso había una convertida en una Sex Shop, porque en el sur de México, se cogía muchísimo mejor que en cualquier otra parte del país.
La calle aún conservaba su pavimentación a la francais impuesta por Don Porfirio Diaz durante el tormentoso porfiriato que tanto le había dado en la madre a los indígenas y pobres del país y que había provocado la algo tardía pero menos gloriosa Revolución Mexicana. 
Pero toda esta decadencia visual a pesar de ser infinitamente cínica y grotesca, no era visible para todos, sino sólo para aquellos que conocían lo que la ciudad había sido alguna vez, en algún ayer, en algún sueño que ya nadie soñaba, porque el tiempo no siempre era cómplice de la historia, y el tiempo no siempre era cómplice del hombre, porque este olvida la historia. 
Justamente al final de esta calle, a un costado del parque de San Juan, había un hotel de mala muerte llamado Edén, uno de aquellos tugurios donde los infieles y promiscuos iban a saciar la sed de sus sexos en habitaciones hundidas en calor sofocante, mezclado con el agrio olor de sexo desenfrenado porque de nada servían aquellos ventiladores de techo que sólo hacían que el bochorno se convirtiera en una espiral redundante de pasiones, y movimientos pélvicos. 
Ignacio Olmo cruzó la puerta de Edén a las doce de la noche de un 4 de mayo de 1997, se acercó al recepcionista y este levantó la mirada cansada y sonrió de lado: 
-Buenas noches, Olmo -le dijo-. La chica ya está en la habitación siete. 
Ignacio metió la mano en el bolsillo de sus jeans y sacó una billetera de piel, que estaba tan gastada que parecía la espalda de un leproso, a pesar de ello estaba bastante hinchada porque contenía una gran suma de dinero y a juzgar por el aspecto desaliñado y la cara de hijo de la chingada de Olmo, hacía pensar a quien lo viera que ese era dinero del diablo, dinero sucio y como bien dice el dicho "piensa mal y acertarás". Quien lo pensara estaría en lo correcto, Olmo era un asesino, cobraba por asesinar y asesinaba por cobrar, la 45 permanecía fría ya en el estuche dentro de su mochila, tan sólo dos horas antes había hecho estallar los sesos de un testigo de un crimen, alguien quería proteger al culpable y había pagado a Olmo por eliminarlo, ahora tenía diez mil pesos en billetes, pero en la cartera sólo llevaba cinco mil en billetes de doscientos, todo por la vida de un adulto que no había ni visto venir la bala; Había pagado a la puta de siempre, a la misma que se había tirado desde hacía dos años, la dulce y delgada Julia, de nalgas redondas y firmes, pechos medianos y pezones respingones, mirada triste y labios de cereza; Pagó con tres billetes de doscientos y subió sin decir nada de nada, al abrir la puerta de la habitación siete, el soplo de siempre lo recibió, el familiar aroma suave y dulce del cuerpo desnudo de una veinteañera llamada Julia, que permanecía acostada en la cama, mirando hacia la ventana, donde el aire se presentaba fresco aquella noche, y entraba galante por la ventana abierta en el segundo piso, la ciudad ahí afuera palpitaba suavemente entre luces y sirenas de patrulla, los pechos de aquella Venus permanecían desparramados y subían y bajaban al ritmo de su respiración, permanecía con las piernas cruzadas una sobre otra, por lo que tan sólo el fino triángulo de vello oscuro era visible. Olmo sonrió, estaba loco por ella, y ella por él, pero jamás se habían comprometido a nada más que sexo semanal y violento, cada vez mejor, la razón de este doble rechazo al amor era quizás por ser dos seres atados a vidas indecentes, la gente mala no tiene los mismos derechos que la gente buena pero la gente mala se hace los derechos que quiere, a pesar de esto, ambos corrían lejos de la firme cadena del compromiso y el amor puro y dependían de la pasión gitana y los preservativos de farmacia. 
Olmo cerró la puerta tras él, y Julia volvió la mirada, sus ojos negros brillaron en la oscuridad, con una fina capa acuosa cubriéndolos porque había estado llorando. 
-¿Qué te pasa? -preguntó él, mientras se sentaba frente a la cama en un sofá desgastado y encendía un cigarrillo, la colilla centelló como una luciérnaga en llamas. 
-Nada -respondió ella, limpiando sus ojos con el antebrazo y sentándose en flor de loto en la cama, su sexo fue explícitamente visible para Olmo, pero este siguió con la mirada clavada en sus ojos llorosos, se podían oír apenas las risas y gemidos de la habitación del costado pero esto no contribuyó a hacer la tensión menor.
Olmo soltó una bocanada de humo y pareció como si un ánima se levantara misteriosa en la habitación.
-Algo tienes tú, que estabas llorando -respondió él, arrugando las cejas.  
Pero ella sacudió el pelo negativamente y se deslizó hacia él como una gata en la noche, se puso de rodillas, y comenzó a desabrochar sus pantalones.
-Déjame consentirte -dijo lamiendo sus labios de cereza. 
Olmo hundió los dedos de las manos en la melena de ella y cerró los ojos...
Tiraron como siempre, ella no perdía la firmeza del vientre ni la melodía de sus gemidos, tampoco la maldita precisión de sus senos que brincaban juntos y sincronizados mientras recibía las embestidas y él no perdía su brutalidad fálica y su coraje de hijo de puta. Tras casi una hora de rito sexual y nalgadas brutales, se echaron de espaldas a la cama sudando y acezando como dos animales bajo el sol. 
-¿A quién mataste hoy? -preguntó ella recuperando la respiración y estirándose en la cama, había preguntando esto en otras ocasiones pero jamás temió tanto de la respuesta. 
-¿Por qué la pregunta? -respondió él, tomando la cajetilla con las manos y extrayendo un cigarro más-. Sabes que no puedo hablar de ello.
Julia hizo un sonido con la boca. 
-No me vengas con jaladas, porque sin embargo lo haces, me hablas de eso -contestó ella firme-, yo he oído tus confesiones noche tras noche, aún cuando me he quedado rota por tus ganas, me he dispuesto a oirte jurando lealtad. 
Olmo se aclaró la garganta y cruzó un brazo atraves de aquella escultural hembra que sufría por algo aquella noche, mas no lo decía. A pesar de ello, Olmo no detectó nada extraño en su voz. 
-Tú tampoco me has querido decir qué tienes -atajó él recordando sus ojos llorosos brillando como dos diamantes en la negrura de la noche. 
-Estoy bien, sólo estaba algo triste, y lloré para desahogar mis demonios -después agregó con la misma voz calmada-, además ya sabes que soy una pinche chillona, a veces lloro después de hacerlo contigo, ni sé por qué te alteras.
Eso era cierto, Julia había llorado un par de veces anteriormente después del rito sexual con Olmo, y la aclaración le pareció tan convincente que fue condescendiente a ella, se había ganado su confianza total hacía no mucho ya que jamás lo había traicionado y nunca había dado señales de ser una persona de la cual se pudiera desconfiar, además siempre había sido demasiado sumisa e indefensa, ella le temía y lo respetaba. 
-Fue un señor, un viejo -respondió despreocupado.
Julia temió porque los latidos espontáneos y apresurados de su corazón se pudieran oir. 
-¿Y cómo era, quién era? -preguntó, intentando mantener su nerviosismo a total margen. 
-Un testigo de crimen, me fue un poco complicado acabar con él, pero no estaba muy bien protegido, ya sabes cómo es este pinche país, te agachas a recoger una puta moneda y te cogen, de todas formas tuve que pegarle un tiro en la jeta y toda la mierda se desparramó como caldo.
Julia palideció y de repente se sintió tan promiscua y sucia, como si la vida le diese una cachetada y después le hiciera ver con anteojos toda la inmundicia que había tras su paso; fue entonces cuando la chica escogió su nueva pregunta, sujetando las riendas de su ansiedad y nerviosismo: 
-¿Sabías cómo se llamaba? -soltó. 
-Sabes que prefiero cargarme a cabrones sin saber sus nombres, es más fácil olvidarlos, pero para casualidad este wey llevaba una de esas pinches plaquitas en el pecho, estaba saliendo del trabajo.
Julia sintió que perdía las fuerzas.  
-¿Sí? ¿qué decía? -alcanzó a decir. 
-Joaquín Ramírez.
Pocas veces en la vida hay instantes de total convicción hacia una decisión, y tomar una puede ser de dos formas, la primera es que antes de elegir la decisión, básicamente se deben responder tres preguntas que ayudan a entender motivos, procedimiento y resultado: 
1-¿Por qué? 
2-¿Cómo? 
3-¿Qué sucederá?
Y la segunda es menos elaborada pero, si se sigue el impulso ciegamente, puede que resulte igualmente positivememte como negativamente, Julia escogió la segunda sin tener conocimiento siquiera de la primera y se puso lentamente de pie, y avanzó hacia la mochila de Olmo arrastrando los pies, Olmo clavó la mirada en el trasero redondo de ella, rojo y marcado por sus nalgadas, ella se sentó en el sofá frente a él, y suspiró. 
-¿Puedo usar una de tus camisas? -le dijo. 
-¿Dónde está tu ropa? -contestó Olmo. 
-No sé si lo has notado, pero hoy hace algo de fresco, y no traje nada para cubrirme, sólo voy a sacar una camisa y ponérmela encima de la ropa -contestó ella sonriendo suavemente.
-Entonces sí, ya sabes que no puedo negarte nada -le dijo él, mientras se disponía a prender el tercer cigarro de la noche. 
-Oye, Olmo -le habló Julia mientras rebuscaba en la mochila sintiendo cómo su pulso era tan alto que sentía los latidos hasta en los oídos. 
-Dime, Julia.
-Llevas metiendo tu verga en mis entrañas por dos años, y no sabes mi apellido ¿Verdad? -dijo muy seria. 
Olmo se vio sorprendido por la crudeza del lenguaje de ella, y también por el hecho de que tenía razón, no sabía su apellido. 
-No ha sido tan importante entre los dos, pero aún así, me lo vas a decir ahora, ¿Verdad?
-Por supuesto -respondió y sacó la mano de la mochila empuñando la 45 de Olmo con el dedo en el gatillo. Su mirada  escupía odio sobre el ser sobre la cama fumando un cigarro. Olmo se quedó petrificado en la cama.
-Mi nombre es Julia Ramírez, y hace tres horas le volaste la cabeza a mi padre -le dijo, acto seguido descargó dos tiros, uno de ellos le dio directo en la boca a Olmo, la bala hizo añicos dos dientes frontales, y atravesó la boca, la segunda fue justo en la garganta pero él ya estaba muerto con la primera, se sacudió y su cabeza cayó recostada a un costado, Julia permaneció unos minutos mirando un charco de sangre que iba formándose en las sábanas, y sintiendo el zumbido de las balas aún en los oidos, después reaccionó a certeza de que no tenía mucho tiempo y corrió hacia el mueble a un costado de la cama, sacó una blusa y unos jeans, se los puso sin ropa interior, tomó la billetera de Olmo, avanzó al cadáver y tomó su mano, depositó el arma a modo de que pareciera que él se había disparado y había caído a un costado aún sujetando el arma, y cruzó suavemente el dedo de él sobre el gatillo, no sintió ni la mínima tristeza o pena y sin pensarlo dos veces salío de la habitación y bajó a la recepción. 
El recepcionista la miró expectante y ella caminó hacia él. 
-Era él, Marcelo, él lo mató, y yo hice lo propio -dijo-. Parecerá un suicidio o eso creo, no tengo ni puta idea de estas cagadas, sólo lo hice, yo... 
-Calma -respondió Marcelo- nadie te vio entrar, y si te apuras, nadie te verá salir, así que vete ya, reina, yo tampoco te he visto en mucho tiempo...
Julia le dio un beso en la mejilla y salió rápidamente a la calle con el corazón tranquilo, por fin al saber que había acabado con el asesino de su padre a tan sólo horas de consumado el crimen, sabía también que posiblemente la policía no se molestaría en buscar culpables, ya que Olmo era buscado desde hace casi año y medio. Se marchó calle abajo decidida a iniciar de nuevo una vida que de por sí, ya estaba más jodida que la calle sesenta y cuatro.

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